jueves, 22 de noviembre de 2007

tras la ventana


Pam se había quedado plantada frente al ventanal, desnuda, viendo como la ciudad se rendía ante noche. Al otro lado de la calle, en la única ventana que quedaba iluminada, una joven alta y esbelta, de melena rubia y lisa, se desnudaba ajena a la mirada imperturbable de Pam. Desvestía su cuerpo de forma lenta y delicada, preámbulo de una velada de sexo privativo. Se llevó las manos a la cabeza para peinarla hacia tras, izando con el gesto unos pechos grandes y firmes dominados por dos pezones abultados y oscuros que resaltaban sobre su cándida piel. Podría agarrarlos con fuerza, engullirlos, se decía Pam, restregar mi coño, y al final, después de correrme sobre ellos, gritar, gritar sin complejos antes de embestir su sexo con mi boca.
Desde pequeña, Pam había adoptado la costumbre de poner nombre a los desconocidos. Hay personas, decía Pam, que se cruzan en tu vida y van conformando tus recuerdos, pero a las que nunca llegas a conocer, ni siquiera oyes pronunciar una sola vez su nombre. La mujer de piel pálida, pechos grandes y pezones abultados, era una de ellas y, sin duda, iba a formar parte de su memoria. Mariona, la llamaré Mariona, decidió Pam al instante.
Mariona recorrió sus pechos con la palma de las manos y luego, descendiendo pausadamente por su vientre, hundió los dedos en su sexo, dibujando círculos de manera compasada. Pam copiaba minuciosamente cada uno de los movimientos, como el alumno de Tai chi sigue los de su maestro. Buscaba con sus manos el mismo camino y sus dedos, como los de Mariona, encontraban la humedad, la profundidad de su coño. No podía oírla, pero escuchaba su respiración a través de la suya, a cada segundo más excitada, a cada instante más desbocada. Pam gritó, de pie, con las piernas abiertas, goteando sobre el parquet, sin perder de vista la ventana de enfrente. Luego la luz se apagó, sin más.