Lulú era hermosa, salvaje y sensual. De estatura considerable, sus piernas interminables causaban la sensación de que fuera aún más alta. Tenía nalgas apretadas y curvas imposibles y sus pechos, macizos y exuberantes, habían conseguido que Arturo perdiera la razón. Aquella mujer le enseñó cosas que jamás hubiese alcanzado imaginar, le entregó su cuerpo, sin condición, y él se fue vaciando en cada centímetro, en cada hueco.
Hubo un día en que ninguno de los dos pronunció palabra. Ella dejó que la penetrase como nunca lo había hecho, con dulzura, con pasión. Después de horas, el cuerpo de Lulú se tornó incandescente y, por primera vez desde que lo conoció, saltó en mil pedazos. Mientras se recomponía notó en su interior la descarga de Arturo y ambos cuerpos, exhaustos y trémulos, cayeron rendidos sobre el lecho.
Cuando Lulú despertó Arturo no estaba, ni tampoco los doscientos euros que solía dejar sobre la cómoda. En ese mismo instante cayó en la cuenta que nunca más lo volvería a ver. No podía consentir enamorarse de una mujer como aquella.
Hubo un día en que ninguno de los dos pronunció palabra. Ella dejó que la penetrase como nunca lo había hecho, con dulzura, con pasión. Después de horas, el cuerpo de Lulú se tornó incandescente y, por primera vez desde que lo conoció, saltó en mil pedazos. Mientras se recomponía notó en su interior la descarga de Arturo y ambos cuerpos, exhaustos y trémulos, cayeron rendidos sobre el lecho.
Cuando Lulú despertó Arturo no estaba, ni tampoco los doscientos euros que solía dejar sobre la cómoda. En ese mismo instante cayó en la cuenta que nunca más lo volvería a ver. No podía consentir enamorarse de una mujer como aquella.